15 noviembre 2008

La noche del tamarindo - Antonio Gómez Rufo


Editorial Planeta
Barcelona, 2008.

525 páginas.

A la muerte de su hija, Vinicio Salazar, uno de los hombres más ricos del mundo, decide desaparecer y, usando su inmensa fortuna, someterse a una serie de experimentos genéticos para lograr una longevidad inimaginable para cualquier ser humano. No se resigna a envejecer, ni a las contrariedades de la vida, ni a la pérdida de sus seres queridos. Pero esa decisión le enfrentará al destino y por ello buscará en el amor el modo de escapar de una espiral de culpas con las que no había contado.



Selección de críticas relacionadas con esta obra, extraídas de la web oficial del autor: http://www.gomezrufo.net


El paraíso como utopía

(A propósito de “La noche del tamarindo”)


Por D. Pedro Ruiz Pérez. Catedrático de Literatura Española. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Córdoba. (España). Mayo, 2008.


En la actualidad el escaparate de la librería al uso está dominado por las excursiones evasivas a un pasado de rasgos estilizados, práctica de una exitosa fórmula en la llamada “novela histórica”, que no es histórica ni tiene mucho de novela. Bastante atrás queda el género de la “ciencia ficción”, reservado hoy casi para un cuidado ejercicio culto, o de culto. Poco espacio abierto queda para el narrador que quiere llegar a un público amplio en la aparentemente delgada línea del presente. Sin embargo, Antonio Gómez Rufo lo ha conseguido con La noche del tamarindo, y lo ha hecho con una sabia combinación de elementos de los dos modelos, explotando la no siempre clara voluntad en éstos de hablar de los problemas actuales a partir de una fábula imaginativa pero de ambientes reconocibles en su idealización. El escritor madrileño los busca en el exotismo y lujo de sus ambientes y escenarios, pero en la senda de un calendario que coincide con el de su lector. De las narraciones hechas de la materia del pasado toma y aprovecha el gusto por el enredo argumental, una cierta dosis de misterio y la ramificación de sus anécdotas, sin duda, una de las claves para mantener a los lectores atrapados en las redes de la fabulación. Sustituyendo la ensoñación fantástica por una sólida documentación y unas acusadas dosis de realismo, nuestra novela comparte el papel concedido a los avances científicos en el desarrollo de su argumento, y, a mi juicio, es en esta dimensión, y en lo que en ella le acerca y le diferencia de la sci fi, donde se sitúa la esencia de su relato y, sobre todo, la particularidad de la reflexión que lo origina y lo mueve.


En el patrón imaginativo de la ciencia ficción la clave se encuentra en la construcción fabulosa o fabulada de un mundo que se impone al lector con un aire de futuro, de autopista abierta a un mundo sin fronteras, pero que en realidad encierra, tras su escenografía tecnológica, una desolada (por más latente que sea) consciencia de que es el final de los tiempos. Antes de que Fukuyama decretase el final de la historia, los Sex Pistols clamaron su desgarrado “No future”, pero ya hacía tiempo que, entre el ojo del Gran Hermano y el ordenador Hal, los más lúcidos escritores de imaginación futurista nos situaban ante un amenazante cul de sac. Como un signo de los tiempos, en el entorno de un nuevo milenarismo, el tercero, la novela del pasado y la del futuro parecían darse cita en el espacio de una de las más lúcidas y demoledoras narrativas de mediados del siglo XX, la novela negra que, desmontando el misterio, la aventura y la fantasía como elementos clave de toda narrativa, concluye con la crítica radical de todos los elementos de una sociedad ante la que sólo queda la desolada lucidez que conduce a hacer del propio desengaño la fuerza para convertir la resistencia en un motivo para continuar.


Divino o tecnológico, violento o lentamente implacable, el apocalipsis se convierte en telón de fondo de una narrativa de múltiples caras, ajena siempre al optimismo pero alejada de la claudicación, que convierte a la propia escritura en una suerte de reducto, de baluarte último para la defensa de lo específicamente humano. De casi todos estos rasgos, procedentes de la novelización histórica tendente al best sellers, de la ya consagrada novela negra o de la hoy un tanto elitista ciencia ficción, participa la última novela de Gómez Rufo, que bien podríamos caracterizar como una reescritura del Génesis en clave laica y postmoderna. Tras unos capítulos iniciales en los que el lector es arrastrado en un vórtice de sugerencias sobre claves genéricas de las que es poco a poco alejado, a su discurrir por las páginas se le impone el escenario de un presente de rasgos casi futuristas, situado en unos límites de la imaginación científica borrados por los avances de las técnicas biomédicas y el rabiosamente actual culto al cuerpo y a la vida. Tras los pasos errantes y peregrinos del personaje, surgido del naufragio, espectador de islas soñadas y habitante de una saison en enfer, la narración y la lectura desembocan en una vida que surge precisamente del largo viaje dantesco por los distintos niveles del trasmundo, incluido el infernal, que no es un lugar físico, como quiere el papa, ni son los otros, como postuló Sartre, sino que es el conocimiento de uno mismo como Kant planteó en su definición del conocimiento más radical de la filosofía; pero, en lugar del sapere aude que dio origen a la modernidad ilustrada, basada en el optimismo, la consigna que mueve al protagonista de Gómez Rufo parece ser vivere aude, un “atrévete a vivir” alimentado por las pesadillas de la modernidad pretendidamente conjuradas en el hedonismo postmoderno. De nuevo, como en el mito bíblico, nos encontramos con la dualidad del árbol de la ciencia y el de la vida, pero ahora no como antinomia, como la doble vía de una encrucijada ante la que optar, sino como un bosque de ramas intrincadas en la que el hombre puede extraviarse o encontrarse, o, dicho de otra forma, como un paraíso que puede perderse y recuperarse.


Como una empresa de recuperación se inicia la obra, en un brillante ex abrupto paradójicamente marcado por la oscuridad, un episodio nocturno que tiene algo de descenso al infierno aunque, nueva paradoja, se presenta como una ascensión, una subida que lleva a la luz de un descubrimiento, el de una luminosa obra de arte, cuyo destello se revela más tarde que en realidad sólo es producido por el dinero pactado en un contrato secreto y corrupto. Con esta manzana prohibida, engarzada en la pecaminosa cadena que origina todo el argumento, el protagonista inicia la construcción de un paraíso, que en uno de sus avatares asemeja al de las huríes prometido por Mahoma a los creyentes, un oasis en medio del desierto que es violentamente disuelto a partir de la mordedura de una serpiente, aunque no es ella la que sirve de máscara al espíritu tentador. Ángel o demonio vengador, la nueva protagonista, introduce en el acotado espacio del placer un soplo de vida, pero también de dolor y de muerte, como elementos inseparables del amor y conformadores de la única realidad en la que es posible ser plenamente humano, una realidad que puede maquillarse con la técnica derivada de la riqueza, pero ante la que sólo cabe, como acaba comprendiendo dolorosamente el protagonista, la aceptación o la lucha. O, y ésta es la puerta abierta por la novela, la aceptación de la lucha, cuyo heroísmo está menos en los grandes gestos que en el cotidiano diálogo con la realidad.


Después de sus reencarnaciones en una trinidad de identidades que no pierde rasgos míticos bajo su anécdota de falsificaciones, el protagonista, que muere y resucita en cada una de estas personalidades, ha dibujado una fábula con rasgos de alegoría. Su desarrollo está trenzado con las distintas ramas de una historia que se bifurca y se reencuentra en sinuosos meandros narrativos, episodios que van encajando como las teselas de un puzzle de variables posibilidades y que podían haber constituido otras tantas novelas. Sus matrices se encuentran integradas en un relato que es la experiencia de un Fausto fruto del capitalismo postindustrial, una novela negra donde los crímenes, la indagación policíaca y la venganza ceden protagonismo para dar paso a una soslayada pero densa historia de amor, de múltiples caras y dimensiones. Su profundo hilo narrativo se entreteje con una rocambolesca historia entre cuyas peripecias se abren grietas por las que asoman los sentimientos o las reflexiones, salpicando el discurrir de una acción cosmopolita, brillante y refinada, como el lenguaje (narrativo y estilístico) que apuesta por una apariencia de tersura y transparencia. Bajo ella, el cuidado y el oficio lo ponen al servicio de una fábula empeñada en ofrecer al lector las potencialidades de su interpretación, de una lectura con algo de lección, no tanto por un soslayado didactismo, sino por situarse en el centro de una cuestión humana, por más que sus rasgos de actualidad traten inútilmente de ocultar su profunda dimensión.


El relato maneja con destreza y discreción los elementos procedentes de un imaginario mítico, pero en una evidente clave literaria, como corresponde a nuestros tiempos de cirugía estética. Un buen ejemplo de esta manera de proceder es la singular figura de Miguel, un pistolero cultivado y edípico, que invierte el rumbo de su rol, pues acaba siendo víctima de su “padre”, algo que ya apuntaba cuando, tras aparecer con los rasgos escuderiles de Sancho, acaba descubriendo su profundiza dimensión quijotesca, alter ego de su señor, al que ofrece otra imagen de su destino. El trasfondo cervantino se acrecienta en una obra que se nos aparece como una enciclopedia compendiada del repertorio genérico, llevando al lector por los registros más variados, engastados, eso sí, a la manera de una sarta de historias o cuentos, no al modo clásico, que las englobaba en una sintaxis compleja de planos y niveles, denotadora de la fe en un orden que hoy difícilmente puede mantenerse. De ahí las dimensiones laica y postmoderna a las que antes hice referencia.


Como claro elemento de postmodernidad, la novela se presenta como un discurso híbrido y mestizo, sin un centro aparente, a la manera de un collage que multiplica la variedad de sus elementos con la dinámica de un vertiginoso ritmo narrativo, sobre todo hacia el final de la historia, cuando se llega al extremo, a las decisiones que rozan los límites de lo humano, un precipicio al que el autor asoma continuamente al lector, pero rehuyendo el juicio, al modo, aparentemente, en que el relativismo moral caracteriza los tiempos que corren. No hay, sin embargo, en esta posición no religiosa un declinar de la responsabilidad, sino todo lo contrario, pues la novela parte de una apuesta comprometida. Lo que hay es una decidida voluntad de enfrentar el problema desde la renuncia a toda trascendencia, dejando un estruendoso y humano vacío donde la religión (la surgida del Génesis, pero también todas las religiones) levanta los muros del dogma identificados con su dios. Los protagonistas actúan sin cuestionarse las consecuencias de sus actos más allá de su propia inmanencia, de los frutos que ellos mismos recogerán, con una autonomía moral muy adecuada para los tiempos que corren y que no supone, insisto, evasión ni renuncia. Todo lo contrario. Y la apuesta por la aventura de vivir que late en todas estas páginas no es la menor de las manifestaciones de la actitud del autor. Lo que ocurre es que Gómez Rufo ha sabido separar su actitud ética y el desarrollo de la novela, puesta como un espejo ante el lector, para que él mismo se enfrente a sus propias conclusiones.


Un procedimiento fundamental por el que la posición autorial se convierte en clave narrativa es el de una tendencia al despojamiento que puede resultar paradójica en una obra de apreciable profusión narrativa. Lo que ocurre es que es bien distinta la exhuberancia de la trama y de su despliegue y la esencia de la fábula que la sustenta. Los episodios de la acción que retienen el interés del lector acaban actuando no por superposición, sino por despojamiento, siguiendo una metáfora varias veces evocada en el relato y con una connotación rica en sugerencias, a partir de su reciente uso para rotular su comprometida autobiografía por un autor tan poco dado a la evasión como Güntert Grass. Las capas de la cebolla se presentan en ambos casos como un camino de ahondamiento, de despojamiento en busca de la desnudez última. Eliminando excrecencias y anécdotas o mirando a través de ellas, el lector puede tener acceso a ese núcleo profundo encerrado en toda vida como última definición de lo humano, y a ello apunta la citada metáfora como también la que sirve de título a la obra, pues algo similar representa el tropismo de esta planta que de noche repliega las hojas y las flores para dejar el perfil más nítido de sí misma, por debajo del paso de las horas y las estaciones, si no es que éstas sólo descubren su sentido en la existencia de un tronco coriáceo bajo la fugaz belleza de las flores. Así parece comprenderlo el protagonista con la experiencia de la desnudez de una vida llevada a los extremos.


Su trayectoria es la de un sujeto vital y a-moral, compulsivo buscador de placeres y enemigo feroz del tiempo y de sus huellas, al que plantea una batalla que le lleva al borde de una (auto)destrucción que tiene mucho que ver con la que está enfrentado hoy la humanidad, con su pareja carrera en pos del beneficio, funcionando como el telón de fondo de tintes apocalípticos en el que se recorta la historia. Finalmente, como le ocurre al don Juan de Zorrilla, este vividor, multimillonario y poseedor de tres vidas, se salva en un amor reconocido en la pérdida, y, a partir de ello enfrenta, ya fuera de la novela y de la mano del lector, el destino de una vida que es, a la vez, un lento declinar y un heroico enfrentamiento con el inesquivable paso del tiempo. Porque, en el tono formalmente distanciado de la novela, sí hay un gesto que tiene mucho de petición de principio y, sobre todo, de elemento de complicidad para el lector, al sustituir con discreta sutileza la vigente reivindicación del derecho a no morir por un gesto mucho más humano y comprometido, que es el reconocer, cuando la desesperación puede rondarnos, que en muchas situaciones el derecho comporta también la obligación de vivir. Y ésta es la apuesta que la novela plantea desde el lema de su portada: “A veces morir se convierte en un delito”. Como el de la lectura, el de la vida es un reto que, a partir de un texto único, cada uno debe asumir de manera singular. El único pecado es rehuirlo.


Pedro Ruiz Pérez. Catedrático de Literatura Española. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Córdoba. (España). Mayo, 2008.


"TEORÍA DE LA INMORTALIDAD



Poco a poco me convencí de que tampoco en el futuro haría nunca nada. Lo escribe Dostoievski en el relato “El sueño de un hombre sencillo”. Más de un siglo después, Vinicio Salazar, protagonista de “La noche del tamarindo”, estupenda novela escrita por Antonio Gómez Rufo, también lo sabe. Y sabe además que atrás -como también le pasaba al personaje de Dostoievski- no hay nada. Porque los muertos que se quedan en el camino hacia la inmortalidad de Salazar no son nada: cuerpos flotando en el aire incógnito de lo desconocido. No eran nadie esos muertos antes de caer asesinados por un sicario guardaespaldas que lee a los clásicos entre disparo y disparo con la sangre fría del asesino a sueldo. No serán nadie cuando sus cuerpos desaparezcan de todas las crónicas porque hay cadáveres que antes de ser cadáveres ya lo eran para los principales periódicos y los telediarios. Sólo la hija Belén, que muere y con su muerte arrastra al padre hacia los infiernos de la locura, ocupará un espacio importante en esas crónicas y sobre todo en la memoria alucinada de Vinicio Salazar. La ciencia avanza en el siglo que vivimos tantas veces a la desesperada y provoca en lo humano aspiraciones de eternidad. La ciencia, esa ciencia que a ratos se entretiene -o es entretenida- en disquisiciones políticas que escaso favor hacen a aquellos avances ocupa en la novela de Gómez Rufo un papel fundamental, al lado (cómo podría ser de otra manera en un relato de largo aliento y entreverado por situaciones que se desvelan como las capas de una cebolla) de nuevos acontecimientos que van completando un paisaje de desolación y de culpa, de lealtad y de traiciones, de pasión y de una mirada llena de desgana cuando el tiempo se convierte en nada, en menos que nada porque quienes lo viven se han quedado sin vocación alguna de supervivencia. Lo que empieza siendo una aventura de robaperas indocumentados se irá convirtiendo poco a poco en una historia terrible donde los personajes se irán descubriendo a sí mismos como piezas insignificantes de un puzzle cuyas dimensiones nunca llegaron a descubrir en sus auténticas dimensiones. Los atisbos melodramáticos que a veces puntean el relato recuperan una constante en la obra del autor. Qué difícil es meter eso -y el escritor madrileño lo resuelve sin raspaduras- en una narración que luego se va por otros sitios dominados por lo enigmático, incluso por una cierta proximidad con la literatura fantástica. En resumen: la belleza y el horror mezclados en un rato (verán ustedes qué bien se lo pasan) de casi quinientas páginas que apenas se nota.


(Fahrenheit 451. Alfons Cervera. Cartelera Turia. Valencia. 1 febrero 2008.)

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